Arquímedes, matemático y astrónomo griego, experto en geometría e inventor de máquinas de guerra, recibió un pedido de parte de Hierón II, rey de Siracusa. El jerarca le solicitó que comprobara si la corona que le encargó a un orfebre local era realmente de oro puro, o si el artesano lo había engañado agregándole plata. Tenía que solucionar el problema sin dañar la corona, es decir, no podía fundirla.

Apasionado por el conocimiento, Arquímedes se la pasó gran parte de su tiempo pensando en la solución. Como era costumbre cuando se adentraba en tareas de ese tipo, no comía ni dormía. Se dice que un día, mientras tomaba un baño, notó que el nivel de agua subía en la bañera cuando él entraba, así que creyó que ese efecto podría servirle para determinar el volumen de la corona. Debido a que el agua no se puede comprimir, la corona, al ser sumergida, desplazaría una cantidad de agua igual a su propio volumen.

Aplicó sus conocimientos matemáticos. Dividiendo el peso de la corona por el volumen de agua desplazada, obtendría la densidad de la corona. La densidad de la corona sería menor que la densidad del oro, si otros metales menos densos le hubieran sido añadidos. Cuando Arquímedes se dio cuenta del descubrimiento, salió desnudo por las calles, estaba tan emocionado por su hallazgo que olvidó vestirse. Así, en paños menores, corrió hacia el palacio gritando: "Eureka, Eureka", que en griego antiguo significa lo he encontrado.

Esta pintoresca historia no aparece registrada dentro de los trabajos de Arquímedes. Por eso se cree que el apasionado matemático habría aplicado el principio de la hidrostática, más conocido como el principio de Arquímedes, que afirma: "Un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo, recibe un empuje de abajo hacia arriba, igual al peso del volumen del fluido que desaloja".

Lo cierto es que Eureka, es desde entonces, sinónimo de hallazgo, descubrimiento, y se ha convertido en una palabra entrañable para la ciencia.

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